Venía con unas extrañas molestias en el interior y la parte baja de la espalda que ella achacaba a viejos problemas renales, no sabía que era un cáncer demasiado avanzado que acabaría llevándosela hace unos días en Miami.
Nos recibió mirando a tierra, con la pena de quien ya cruzó todas las playas. Sólo atiné a decirle: espero que puedas salir de esta, pero lo importante ahora es que no sientas dolor. Habló de las dificultades para comer, de las enfermeras, y surgió de pronto el tema de su infancia y del viejo pueblo. Dijo que de su niñez recordaba sus días en el campo y una manada de pájaros y de pronto hizo una pausa, me miró y me preguntó: ¿si son pájaros se dice manada o bandada?
La infelicidad tiene que estar viva para que la vida siga, dice Vivian Gornick. A mí me dio la impresión de que no quería irse. Ya sé que nadie o casi nadie quiere irse, pero ante una enfermedad terminal a veces uno nota la resignación. Creo que estaba muy contrariada por cómo quedarían las cosas tras su marcha. Era una madre de los pies a la cabeza y a tiempo completo, y como tal no podía irse dejando tantos cabos sueltos.
Me pidió que saliéramos de su cuarto y me fui con Martha a ver el mar, el único momento que tuvimos este invierno frente a la inmensidad, una pareja en un descapotable hablaba de sus cosas, me pareció ver que reían, yo me subí al muro, miré hacia abajo y vi muchas piedras haciendo de rompientes, el mar golpeando remolón, a lo lejos se veía un puente y algún bote pasando. El cielo está espeso, nos vamos mañana a Texas. Todo estaba espeso en realidad.
Pensé que una simple cadena de acontecimientos puede dejar un triste poso donde antes hubo una vida vibrante, inquieta, de mucha conversación, de muchas historias familiares, de mucha risa y buen humor y también repleta de contradicciones, de idas y regresos. Todos éramos sus interlocutores hasta que llegamos a un término en nuestro viaje en el que no queremos escuchar mucho más. Pero ella seguía hablando porque era su naturaleza, su carácter.
Puso un negocio de peluquería bien temprano, una de las pocas, si no la única, peluquería privada que había en aquel pueblo pequeño de Oriente. Allí iba yo una vez al mes a cortarme el pelo sin pagarle, que para eso era uno el hijo de su madrina. De esos años es la foto que acompaña a este texto. Era un cuartico que daba a la calle en la casona de madera de sus suegros. El tiempo barrió con todo ese andamiaje de la memoria, pero ella golpeó primero porque de todo se desprendió, nunca dudó en hacerlo, con tal de estar cerca de su hija, su gran obsesión.
Pensé que de alguna manera yo había sido afortunado porque conocí bastante bien a toda esa familia, a su padre, que le faltaba un brazo, quién no lo conocía en aquel pueblo; a su tía Sara, que fumaba y a la que yo de niño le tenía miedo. Llegué a ver a su madre una vez, con la que nunca vivió.
Su marido fue un gran amigo de mi padre, laicos ambos, un hombre humilde y discreto, pero de cultura y maneras. En el pueblo fue casi un acontecimiento que él viajara a Roma, al Vaticano. Lo recuerdo visitando nuestra casa, sentado en el sillón de brazos, los ojos muy azules que heredó su hija. Alguna foto de su boda quedó en nuestro álbum familiar.
Llegamos a viajar juntos a La Habana a lo que se iba allá siempre desde provincias, a cosas de médicos, a trámites burocráticos, ella con su hija, mi madre conmigo. Yo tendría unos doce o trece años, su hija unos cinco o menos. En aquella habitación de hotel eran un espectáculo las mañanas al levantarse, la hora del aseo, porque hay niños muy reacios a cumplir las ceremonias que imponen los adultos.
Nos visitábamos a menudo en una etapa de nuestras vidas que ahora parece envuelta en bruma y en la inevitable pereza o el inevitable desasimiento del recordar. Si es cierto que al morir una parte de nosotros se da a viajar por no sé cuáles etéreos paisajes, me gustaría que el de ella viajara al sitio donde hay una casa antigua de madera con patio amplio, siempre verde, un aljibe y las plantas y flores que sé le gustaban.
A veces leo en algunos libros frases por el estilo de que las historias no acaban nunca, las historias son interminables y no es cierto: las historias acaban con la muerte y en muchos casos no queda semilla alguna. Nada, vacío y silencio.